jueves, 9 de febrero de 2012

Garzón, ¡indígnese!

En los últimos tiempos los ciudadanos que compartimos esta tierra del extremo sudoccidental europeo, asistimos abochornados a la sucesión de despropósitos judiciales que ponen en evidencia el grado de desintegración de los valores democráticos y de la propia justicia que sufrimos desde hace tiempo. O quizás desde siempre. Independientemente de lo ajustado a Derecho que puedan o no estar las sentencias (y me refiero en este punto, de momento, a la de Camps por los trajes y a la de Garzón por lo de las escuchas a los de los trajes), el hecho es que se pone de manifiesto, una vez más, la larga batalla entre los conceptos de legalidad y justicia, entendida ésta como derecho abstracto y universal inherente tanto a las sociedades como a los individuos. Desde mi modesto entender, para un observador lejano e imparcial debe resultar cuanto menos chocante que, a la vista de lo visto y lo escuchado el amiguito del alma, al que sus propios guardaespaldas, a los que debe o les debemos pagar muy bien, por cierto, le dan 200 euritos ipso facto para pagar un trajecillo que se acaba de comprar, ande como unas castañuelas dando gracias a cuanta imagen oradora se encuentra por el camino y a no faltar mucho reivindicando, su lugar en la política mientras que al Juez, azote de socialistas corruptos y megalómanos peperos, de narcos y terroristas, lo inhabiliten para ejercer la labor que, durante años ha llevado a cabo y que tanto bien ha hecho en la sociedad y tantos poderosos enemigos, por ello, se ha creado. Figura controvertida, desde luego. Seguramente con un ego excesivamente alto. Puede ser. Pero innegablemente, última esperanza de aquellas madres de Arousa que tanto lloraban la muerte de sus hijos a causa de la avaricia de unos cuantos, de los humillados y asesinados por la sin razón de la dictadura pinochetista, y, como no, de la franquista. Y es aquí, hasta donde podríamos llegar. En este país la transición no se ha terminado de hacer, aunque se haya querido vender un idílico tránsito. Y está visto que los perdedores de la guerra, siguen sin tener el derecho que sí han tenido los vencedores: el de, al menos, poder enterrar a sus familiares en un lugar donde puedan ser llorados y recordados por los suyos. Parece que es pedir demasiado ¿Este es el valor de la transición? Sin duda, en el complejo tejido formado por poderes económicos, comunicativos, políticos y judiciales, que gobiernan de facto o en la sombra la sociedad española, siguen mandando los de entonces, que han sabido disfrazar los cambios para que todo siga igual que siempre. Quizás hasta que esta cuestión no sea vista por algún tribunal más allá de nuestras fronteras no tendremos una solución justa al mismo. Está claro que no hemos sabido solucionar nuestros asuntos nosotros solos y quedaría la esperanza de que esa instancia internacional pusiera punto final a una historia inacabada. Si es que esto es posible.
Mientras al Sr. Garzón, le queda todavía que sus excompañeros de profesión se pronuncien en el caso abierto por los nietos de los que dispararon a la gente que ahora se encuentra desperdigada en fosas comunes en cunetas de carreteras o bajo muros de piedra. Vaya panorama.
Tal vez ahora, ciudadano Garzón, liberado de sus obligaciones en la judicatura, no estaría demás que se indignase y siguiera su lucha pero desde una trinchera diferente. Sin olvidar sus asuntos y llevándolos hasta donde haga falta. Porque para los que compartimos una serie de valores en nuestro ideario, tales como la justicia, la libertad, la igualdad, la equidad, para los que consideramos imprescindible cambiar el sistema, pero aprovechándonos de las herramientas que éste permite, para los que no terminamos de encontrar el punto de referencia válido para alcanzar esa finalidad, sería bueno que determinadas personas con peso y calado en la sociedad se involucrasen en proyectos tendentes a este fin.
Sr. Garzón, todo lo peleado hasta ahora, ha servido para mucho. Usted sabe que hay otros caminos para conseguir los objetivos. Le han cerrado uno. Abramos otros. Porque aún nos queda la ilusión de cambiar las cosas.

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