“Papi, ¿por qué ya no vamos al cole en coche?” “Porque sólo tenemos el
de mami y lo necesita ella para ir a trabajar” “¿Y el tuyo?” “Ya no tengo,
cariño. Me lo dejaban en el trabajo y papi ya no trabaja allí” “Y ahora ¿dónde
trabajas, en la calle o qué?” En ese momento, bajo mis pies, se abrió una
sima, profunda y ancha, mi frente comenzó a llenarse de pequeñas gotitas de
sudor frío mientras mi cabeza trataba, veloz, de hallar una respuesta que dar a
ese pequeño diablillo de cuatro años que se asía a mi mano como si fuera (ingenuo)
una rama segura a la que agarrarse. “No
cariño. Papi está buscando otro trabajo mejor. Otro que me permita pasar más
tiempo contigo. Ir a la pisci. O traerte al colegio”. “Oh, vaya”. Fue, en
ese preciso momento, tras, tan sólo, 16 días al sol, que fui plenamente consciente
de mi situación. Que después de más de nueve años dedicados a la empresa,
regalándole multitud de horas extras, días de vacaciones, incentivos sin
cobrar, que después de dos años de aguantar el aliento insistente de mis jefes
tras mi cogote tratando de forzar mi marcha sin el menor atisbo de gratitud a
unos servicios prestados que les habían permitido, durante mucho tiempo, crecer
y enriquecerse por mi esfuerzo y el de mis compañeros, después de dos años
amargos, de noches sin dormir, a pesar del alprazolam, no me quedó más
alternativa que transigir y negociar una salida, meter mis cuarenta y dos años
por cumplir, mi diplomatura universitaria, mis dos masters, mis cursos y mi más
de quince años de experiencia laboral bajo el brazo y decir adiós en dirección
hacia lo incierto de un futuro que, ahora, se abría en su cruel desnudez bajo
el peso de mi cuerpo.
Más de 6.200.000 personas sin
trabajo, y yo, ni siquiera formo parte todavía de ese número, de esa
estadística. De esa que, algunos caraduras dicen que es un dato en el que se
atisban los efectos positivos de sus políticas económicas y de empleo.
Estadísticas que tienen caras y manos. Que tienen cuerpos de hombres, mujeres y,
sobre todo, de niños. 2.000.000 de familias en cuyos hogares no entra un euro.
Y cuyo techo, en tantos casos, han perdido o perderán en breve. Historias de
gente que veías de lejos hace no tanto tiempo y que, ahora, te das cuenta de lo
fácil que es llegar a vivirlas.
Mientras se habla de 517
desahucios al día, el Gobierno español ha inyectado más de 110.000 millones de
euros de dinero público a la Banca. Mientras el BBVA gana hasta el mes de Marzo
1.734 millones de euros netos, la gente se sigue tirando por las ventanas
huyendo de la desesperación, del hambre y de la vergüenza. Mientras nos
recortan los derechos, la educación, la sanidad, las prestaciones, las
jubilaciones, con la única intención real de terminar privatizando y, por ende,
gestionando entre los amiguetes que dan sobres y los que los reciben para
repartirse el pastel, los parásitos del poder engordan sus cuentas en
direcciones postales exóticas. Pero lo nuestro es demagogia. Y lo suyo
economía. Y patriotismo. Se les llena la boca con la palabra España. O
Cataluña. O la que sea. Da igual, porque el problema no es territorial, es
sistémico. Ideológico. La cuestión es que el centro de gravedad sobre el que
todo gira, no es el hombre, la persona, el ciudadano. Es el dinero. Es el tanto
tienes, tanto vales. Si no en qué cabeza cabría el dedicar ingentes cantidades
de euros, (por cierto, prestado por otros, es decir, deuda que finalmente
tendremos que volver a pagar a costa ya no sé de qué) para salvar la economía
de los inversores extranjeros y no para evitar que los hijos de los que no son
políticos duerman en la calle o sean arrebatados de sus familias porque éstas
no tengan un techo bajo el que dormir. Esto sí me recuerda más a las acciones
de los tan cacareados nazis desde algunas aceras no tan lejanas a sus íntimos
pensamientos, que la expresión de la más desgarradora impotencia materializada
en un escrache. Porque, eso también. Te han vendido una hipoteca, que, ahora,
te dicen estaba por encima de tus posibilidades, plagada de cláusulas abusivas,
te han quitado los cuatro duros que tenías ahorrados y que el badanas del
director de la Caja de Ahorros te convenció de meter en una cuenta sin riesgo y
de disponibilidad de capital inmediata, que luego te enteras que era una cosa
llamada Preferente (de preferencia en perder todo el dinero, claro), te suben
el IRPF, el IVA, y además de ello, tienes que pagar por ir al médico, por los
medicamentos, tus hijos tienen que llevar al colegio la tartera debajo del
abrigo, porque ni les dan de comer, ni les dejan llevar la comida, terminas
perdiendo tu vivienda, te despiden de tu trabajo, gracias a una reforma laboral
dirigida por una Ministra cuya experiencia laboral se limita a chupar de la
teta (o así) de un partido político, te vas a vivir con tus padres, ya ancianos,
a los que les bajan la pensión, cosa que tú ya no vas a cobrar puesto que con
la cantidad de años que te dicen que has de cotizar ahora, la edad que tienes y
las posibilidades de volver a encontrar empleo, podrás jubilarte a los noventa
años, cuestión también improbable que ocurra porque con la calidad de vida que
nos proponen lo más factible es que te quedes por el camino, y a pesar de todo
ello, te vedan la posibilidad de protestar, de cabrearte, de gritarles al oído
el hastío que te producen. Y te llaman etarra o nazi. Ellos.
Ayer se proponían asediar el
Congreso. Se presentaron 1.500 policías y ¿1.500? ciudadanos. Estos cada uno
representando a una organización, asociación, facción distinta. ¿En qué se
parece esto al apoyo que un 15 de Mayo tuvieron una serie acciones que nos
llenaron de ilusión a millones de españoles que creímos que, uniéndonos de
forma coordinada podríamos cambiar las cosas? Era de prever y, para aquel que
haya tenido la paciencia de leer desde hace tiempo este blog, sabrá que lo
predije. Cierto que han salido cosas positivas. Que ahora se hablan de ciertos
temas, que la gente tiene, tenemos, otra conciencia, que participamos más, que
queremos más respuestas. Pero, ¿es suficiente? La respuesta es no. La única
solución fue y todavía es la unión de todas esas organizaciones, asociaciones,
facciones en un Frente Común capaz de olvidar las diferencias puntuales de
gestión y poner en valor la apremiante cuestión de necesidad en que nos
encontramos para, sí, desde dentro del sistema, regenerarlo, iniciar un proceso
constituyente que inicie un nuevo tiempo más justo para todos. Pero, para ello,
quizás fuera necesario pedir un esfuerzo más allá a aquellas personas que, con
su labor altruista e ingrata, han trabajado en post del bien común durante este
tiempo y, requerirles un paso adelante como masilla aglutinante de todo este
mural heterogéneo.
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